LA
DEVOCIÓN A LA EUCARISTÍA,
LA
VIDA DE NUESTRA ASOCIACIÓN
La vida cristiana es vida de Iglesia, que tiene su corazón en la
eucaristía. No puede haber, pues, vida cristiana sin amor a la
eucaristía, y por tanto, de la Iglesia. Por eso la Iglesia, que
nunca da leyes que no sean estrictamente necesarias, dispone en su Código
de vida comunitaria: «El domingo y las demás fiestas de precepto
los fieles tienen obligación de participar en la misa» (cn. 1247).
Manda esto la Iglesia porque está convencida de que los fieles no
pueden permanecer vivos en Cristo si se alejan de la eucaristía de
modo habitual y voluntario. Desde el comienzo de la Iglesia los
cristianos han sido siempre hombres que el domingo celebran la
eucaristía. Y así seguirá siéndolo hasta el fin de los siglos.
Recordemos aquí solamente algunos testimonios documentales:
Siglo I.-Jesús murió en la cruz «para congregar en uno a todos
los hijos de Dios, que están dispersos» (Jn 11,52). Por eso los
que habían creído «perseveraban en oír la enseñanza de los apóstoles,
en la unión, en la fracción del pan [la eucaristía] y en la oración»
(Hch 2,42). «Reunidos cada día del Señor [el domingo], partid el
pan y dad gracias [celebrar la eucaristía]» (Dídaque 14).
Siglo II.-«Celebramos esta reunión general [eucarística] el día
del sol [el domingo], pues es el día primero, en el que Dios creó
el mundo, y en que Jesucristo resucitó de entre los muertos» (San
Justino, I Apología 67).
Siglo III.-«En tu enseñanza, invita y exhorta al pueblo a venir a
la asamblea, a no abandonarla, sino a reunirse siempre en ella;
abstenerse es disminuirla. Sois miembros de Cristo; no os disperséis,
pues, lejos de la Iglesia, negándoos a reuniros. Cristo es vuestra
cabeza, siempre presente, que os reúne; no os descuidéis, ni hagáis
al Salvador extraño a sus propios miembros. No dividáis su cuerpo,
no os disperséis» (Didascalia II,59,1-3).
Es clara, pues, y constante desde el principio de la Iglesia, la
convicción de que los cristianos, ante todo, hemos sido congregados
como pueblo sacerdotal, para ofrecer a Dios la eucaristía, el
sacrificio de la Nueva Alianza. En medio de una humanidad que da
culto a la criatura y se olvida de su Creador, despreciándolo (Rm
1,18-25), ésa es, como asegura San Pedro, nuestra identidad
fundamental:
«vosotros, como piedras vivas, sois edificados en casa espiritual y
sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a
Dios por Jesucristo». Así pues, «vosotros sois linaje escogido,
sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido para pregonar el
poder del que os llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1Pe
2,5.9).
Sería vano excusarse de la asistencia a la eucaristía, alegando
que, sin ella, puede vivirse la moral evangélica, que es lo más
importante. Sí, hemos sido llamados los cristianos a una vida moral
nueva, que sea en el mundo luz, sal y fermento. Es cierto. Pero
recordemos sobre esto dos verdades fundamentales:
1º- La primera obligación moral del hombre es ésta: «al Señor
tu Dios adorarás, y a Él solo darás culto» (Mt 4,10).
Lo más injusto, lo más horrible, desde el punto de vista moral
-peor que la mentira, la calumnia o el robo, el homicidio o el
adulterio-, es que los hombres se olviden de su Creador, «no le
glorifiquen ni le den gracias», y vengan así, aunque sea solamente
en la práctica, a «adorar a la criatura en lugar del Creador, que
es bendito por los siglos» (Rm 1,21.25). Y de esa miserable
irreligiosidad, precisamente, es de donde vienen todos los demás
pecados y males de la humanidad (1,24-32).
2º- La fe cristiana nos asegura que es la eucaristía la clave
necesaria para toda transformación moral. Cree en lo que afirma
Cristo: «Sin mí, no podéis hacer nada» (Jn 15,5). En la misa, no
sólo el pan y el vino se convierten en el Cuerpo de Cristo, sino
también la asamblea de los creyentes se va convirtiendo en Cuerpo místico
de Cristo. Participando asiduamente en la eucaristía es
precisamente como los discípulos de Jesús «nos vamos
transformando en su imagen con resplandor creciente, a medida que
obra en nosotros el Espíritu del Señor» (2Cor 3,18).
Por otra parte, recuerden también los cristianos alejados que es
Cristo mismo quien nos convoca a la eucaristía con todo amor y con
toda autoridad. Celebrarla a lo largo de los días y de los siglos
es para nosotros un mandato del Señor, no un simple consejo:
«En verdad, en verdad os digo que, si no coméis la carne del Hijo
del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros...
El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él»
(Jn 6,53.56). Así pues, «tomad, comed mi cuerpo y bebed mi sangre.
Haced esto en memoria mía» (+Mt 26,26-28; 1Cor 11,23-26).
Escuchemos, pues, la voz de Cristo y de la Iglesia, que desde el
fondo de los siglos, hoy y siempre, nos está llamando a la
participación asidua en la eucaristía. No despreciemos a Cristo,
no menospreciemos la «doble mesa del Señor», en la que Él mismo
nos alimenta primero con su Palabra, y en seguida con su propio
Cuerpo.
Los alejados, al no asistir habitualmente a la eucaristía, se
privan así del pan de la palabra divina y del pan del cuerpo de
Cristo. «La palabra del Señor es para ellos algo sin valor: no
sienten deseo alguno de ella» (Jer 6,10). Y el pan del cielo no les
sabe a nada: «se nos quita el apetito de no ver más que maná» (Núm
11,6). Lo que ellos desean, según se ve, es la comida de Egipto: «carne
y pescado, pepinos y melones, puerros, cebollas y ajos» (11,5).
Así las cosas, el Señor se queja con gran amargura, diciendo a sus
hijos alejados: «Pasmaos, cielos, de esto, y horrorizaos
sobremanera, palabra del Señor. Ya que es un doble crimen el que ha
cometido mi pueblo: Dejarme a mí, fuente de aguas vivas, para
excavarse cisternas agrietadas, incapaces de contener el agua» (Jer
2,12-13). «¡Ah! Mi pueblo está loco, me ha desconocido» (4,22).
Que en no pocas Iglesias locales descristianizadas un 50, un 80 % de
los bautizados viva habitualmente alejado de la eucaristía es un
espanto, es una inmensa ceguera, es algo que no es posible sin una
inmensa y generalizada falsificación voluntarista del cristianismo.
Por eso a todos los cristianos alejados les exhortamos, como el apóstol
San Pablo, «con temor y temblor» (1Cor 2,3), y «con gran aflicción
y angustia de corazón, con muchas lágrimas» (2Cor 2,4). «En el
nombre de Cristo os suplicamos» (2Cor 5,20): «no os engañéis»
(1Cor 6,9; 15,33; Gál 6,7), pensando que la eucaristía no os es
necesaria, «no recibáis en vano la gracia de Dios» (2Cor 6,1). «Miremos
los unos por los otros, no abandonando nuestra asamblea, como
acostumbran algunos» (Heb 10,24-25).
Cristo
nos espera en la Mesa de la Eucaristía y en el Sagrario
Bien es cierto que la Presencia real de Cristo Pan bajado del cielo
se realiza para ser alimento de nuestras almas en la celebración
del banquete Eucarístico, pero también es cierto que desde siempre
la Iglesia reserva el Pan consagrado o sea Jesucristo vivo en el
Sagrario por varios fines: distribuir la comunión a los enfermos y
para su devoción. Jesús que dijo: “venid a mí los que están
cansados y agobiados que Yo los aliviaré”, se queda en el Tabernáculo
o Sagrario esperándonos.
Nuestra
asociación, si no es Eucarística no tiene razón de ser, nuestros
miembros si no son devotos de Jesús Eucaristía no son miembros de
esta Obra.
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